LA DERECHA SE RADICALIZA

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Josep Ramoneda, en 'El País'

El Gobierno ha consumado una iniciativa miserable: el 31 de agosto caducarán las tarjetas sanitarias de los inmigrantes ilegales. Era un motivo de orgullo para este país: nadie se quedaba sin atención sanitaria. La salud por delante de las pertenencias nacionales y de las fronteras administrativas. Se acabó. A los parias, que los cure Dios. Es una medida injusta, porque nada tiene derecho a condenar a una persona a no ser atendida sanitariamente. Es una medida oportunista, para dar carnaza a la peor xenofobia. Es una medida peligrosa, porque puede tener consecuencias sociales y sanitarias muy negativas. Y es una medida que da la dimensión de la talla moral del Ejecutivo. Porque las decisiones políticas como las decisiones económicas también son opciones morales por más que se haya pretendido que la política y la empresa fueran territorios de excepción, ajenos a las exigencias morales de la vida civil.

Después de esta fechoría, otra: el Gobierno decide que los jóvenes con más de 26 años que no hayan cotizado deberán probar que no tienen ingresos para acceder a la sanidad pública. Con el argumento de que no hay dinero, todo está permitido. De golpe y porrazo se rompe la universalidad de las prestaciones del Estado de bienestar y, como se ha dicho estos días, el derecho a la salud se convierte en un seguro sanitario. Solo el que paga existe. Lo que fue una conquista de toda la sociedad española lo ha evaporado una idea nada inocente de la austeridad. El poder recubre todas estas decisiones con un discurso de choque que solo pretende anestesiar a la ciudadanía. Pero la estrategia está clara: liquidar las bases ideológicas y el consenso sobre el Estado de bienestar y consolidar un sistema político que divida a la sociedad entre los que pueden pagar y los que no pueden pagar.

Estas medidas han venido precedidas de una reforma laboral, claramente decantada a favor de los intereses del dinero, que, como era previsible, está dando paro y no empleo; una amnistía fiscal indecorosa que premia a los defraudadores del fisco en el mismo momento en que aumenta la presión fiscal, y un cambio legislativo sobre Radio Televisión Española para convertirla de nuevo en el órgano de propaganda del Gobierno. La suma de todo ello no puede llevar a engaño. El objetivo es la consolidación de los privilegios de los que más tienen y el control social a través de la televisión, tanto la pública como la privada, en manos afines al PP. Un modelo que, si le añadimos unas dosis de corrupción, se asemeja mucho al berlusconismo.

Todo ello forma parte de una estrategia política basada en una ideología que se fundamenta en tres principios: la sociedad no existe, solo existen los individuos; por tanto, el vecino como potencial enemigo del bienestar propio. Todo lo que favorece al poder económico favorece a la sociedad; por tanto, la austeridad rige para todos menos para los más poderosos. Y la economía es lo único importante, de modo que el primer criterio del Estado debe ser la cuenta de resultados. Aderezada, por supuesto, con el eterno recurso patriotero: los españoles primero. Aunque unos más que otros. Habría que recordarles a los gobernantes de la derecha que, como escribe Tzvetan Todorov, “el objeto del Estado no es la rentabilidad, sino el bienestar de los ciudadanos”.

Esta radicalización de la derecha, que se está haciendo extensiva a toda Europa, acostumbra a edulcorarse con un argumento falso: la distinción entre decisiones técnicas y decisiones políticas que es propia de unos tiempos en que la doctrina económica se ha convertido en el principal agente ideológico de la hegemonía conservadora. El argumento pretende que la política es deudora de intereses partidistas espurios y que solo cediendo la voz al experto se pueden tomar las decisiones adecuadas: las que la ciencia exige. De modo que de un solo golpe hemos sustituido la soberanía ciudadana, como portadora de la última palabra, por la soberanía del experto. Una de dos: o aceptamos que la precariedad científica de la economía está probada por su falta de acierto en la previsión, o aceptamos que cuando se han equivocado ha sido a conciencia para beneficiar intereses determinados. Ninguna de las dos hipótesis da una autoridad especial a la ciencia económica sobre la política. En realidad, toda decisión técnica tiene algún objetivo; por tanto, es política. Pero la aureola que todavía tiene la ciencia es útil para el político para convertir en verdad absoluta una afirmación ideológica: “No hay alternativa”.

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